jueves, 18 de agosto de 2011

Ejercicio de Escritura #2: El Chaleco Rojo

Muchas cosas. Tengo ganas de escribir, pero siempre he tenido problemas para escribir en primera persona, o para escribir diálogos. Me cuesta, al mismo tiempo que me fascina, pensar en ser alguien más, en hablar por alguien más. Y es que construir personajes no es fácil. Y odio utilizar la palabra 'construir' porque suena casi como uno de esos videos instructivos de 'Hágalo usted mismo'. Y ahora tengo un cuento a medio escribir, del cual el personaje se me escapa de las manos a veces. Una traductora que inicialmente buscaría el lugar perfecto de la ciudad para terminar con su novio, pero sé que hay algo más con esta traductora, algo que aún no descubro. Así que hoy decidí buscarle una historia paralela, a ver si me dice algo nuevo, y esto es parte de lo que resultó. El comienzo en medio bruto, pero se siente muy bien escribir de corrido, sin detenerse a pensar mucho en las palabras y en el ritmo, y dejar que por una vez, salgan solas.

Ahora iba a ver a Amalia. Amalia tiene el pelo de un color rojo intenso, y la piel muy clara, la que le costó la mayoría de sus posibilidades de hacer amigos cuando niña. Nadie quería ser amigo de la chica casi invisible, porque Amalia tampoco hablaba mucho. Si no fuera porque en aquel entonces la madre de Elisa acababa de separarse de Rodrigo, su padre, y necesitaba desesperadamente una amiga, y Cristina, la madre de Amalia, se sentó con ella en una reunión de apoderados, Elisa probablemente nunca le habría hablado a Amalia. Porque después de todo, hasta el día de hoy, ella y Amalia no eran tan amigas por opción como lo eran por proxy. Si no fuera por su proximidad casi obligada, Elisa no la habría dejado jugar con sus muñecas, ni le habría prestado su chaleco preferido, una vez que Cristina tardó en ir a buscarla a su casa y ya empezaba a oscurecer. Entonces Elisa la dejó usar ese chaleco rojo que le había traído su padre de uno de sus viajes. Ese venía de Francia. El tono furioso del chaleco combinaba perfectamente con el pelo de Amalia, de hecho, le quedaba mejor que a ella. Elisa aún recuerda el resentimiento que la invadió en ese momento. Quiso abalanzarse sobre Amalia y quitarle el chaleco a la fuerza. Era su chaleco, que le había regalado su padre, y sólo ella debía usarlo, y lo que es más, sólo ella debía verse bien con él (a pesar de que el rojo no fuera su color favorito, a pesar de que le quedara un poco grande, y las mangas le cubrieran gran parte de la mano, restringiéndole la movilidad, un detalle que le había reprochado a su padre, pero que ahora parecía no importarle).

Pero esa tarde, cuando ya se oscurecía, Elisa no se abalanzó contra Amalia, y la dejó usar el chaleco hasta que su madre finalmente llegó por ella; Elisa, de siete años, sintiendo un alivio que no había conocido hasta entonces. No era como contarle la verdad a su madre sobre alguna mentira que había inventado antes de que la descubriera. Era un alivio más perverso, más parecido al alivio que sentía precisamente cuando inventaba esas mentiras infantiles, la seguridad que le daba saber que ella, y sólo ella, sabía que lo que le había dicho a su madre no era real. Era el alivio de saber que esa noche, ella dormiría con el chaleco rojo, que Amalia volvería a su casa y probablemente se pondría algún pijama desaliñado y feo, mientras ella le diría a su madre que tenía frío, que quería dormir con el chaleco rojo que padre le había traído de Francia, un país del cual hasta entonces, Elisa no sabía mucho, sólo que allí vendían chalecos rojos como el de ella.

viernes, 5 de agosto de 2011

Pasa hasta en las peores películas

Películas de esos viajes entre amigos hay por montones. Y de las peores. Donde al final todos los protagonistas aprenden algo; de la vida, de sus amigos, de ellos mismos (Si es que no es de esas sangrientas en que alguien muere y quedan los restos del trauma). Y parece como el peor de los clichés, pero hay una razón por la cual los clichés son clichés después de todo.

Mi viaje no me llevó muy lejos. Pero los 145 km fuera de Santiago fueron suficientes para cumplir con el cliché. Y así fue como aprendí a amar a The Beatles (que a modo de negación espacial/geográfica han sido mi soundtrack de la semana), a jugar a la chiflota, y a hacer la peor de las mímicas para la palabra 'foreplay'.

Y ahora la casita de Algarrobo parece un lugar casi idílico, donde el silencio en las noches parecía algo increíble (sacado de una película, já). Donde el frío no parecía importar, era, de hecho, perfecto. Una casita de madera donde la estufa estaba siempre prendida y no había noción del tiempo alguna. Y es mejor que se quede así, con la a/temporalidad de un lugar visitado fugazmente por 3 días. Un lugar perfecto, en el cual vivir, sería un crimen. Algo así como los 'Strawberry Fields'.