Ahora iba a ver a Amalia. Amalia tiene el pelo de un color rojo intenso, y la piel muy clara, la que le costó la mayoría de sus posibilidades de hacer amigos cuando niña. Nadie quería ser amigo de la chica casi invisible, porque Amalia tampoco hablaba mucho. Si no fuera porque en aquel entonces la madre de Elisa acababa de separarse de Rodrigo, su padre, y necesitaba desesperadamente una amiga, y Cristina, la madre de Amalia, se sentó con ella en una reunión de apoderados, Elisa probablemente nunca le habría hablado a Amalia. Porque después de todo, hasta el día de hoy, ella y Amalia no eran tan amigas por opción como lo eran por proxy. Si no fuera por su proximidad casi obligada, Elisa no la habría dejado jugar con sus muñecas, ni le habría prestado su chaleco preferido, una vez que Cristina tardó en ir a buscarla a su casa y ya empezaba a oscurecer. Entonces Elisa la dejó usar ese chaleco rojo que le había traído su padre de uno de sus viajes. Ese venía de Francia. El tono furioso del chaleco combinaba perfectamente con el pelo de Amalia, de hecho, le quedaba mejor que a ella. Elisa aún recuerda el resentimiento que la invadió en ese momento. Quiso abalanzarse sobre Amalia y quitarle el chaleco a la fuerza. Era su chaleco, que le había regalado su padre, y sólo ella debía usarlo, y lo que es más, sólo ella debía verse bien con él (a pesar de que el rojo no fuera su color favorito, a pesar de que le quedara un poco grande, y las mangas le cubrieran gran parte de la mano, restringiéndole la movilidad, un detalle que le había reprochado a su padre, pero que ahora parecía no importarle).
Pero esa tarde, cuando ya se oscurecía, Elisa no se abalanzó contra Amalia, y la dejó usar el chaleco hasta que su madre finalmente llegó por ella; Elisa, de siete años, sintiendo un alivio que no había conocido hasta entonces. No era como contarle la verdad a su madre sobre alguna mentira que había inventado antes de que la descubriera. Era un alivio más perverso, más parecido al alivio que sentía precisamente cuando inventaba esas mentiras infantiles, la seguridad que le daba saber que ella, y sólo ella, sabía que lo que le había dicho a su madre no era real. Era el alivio de saber que esa noche, ella dormiría con el chaleco rojo, que Amalia volvería a su casa y probablemente se pondría algún pijama desaliñado y feo, mientras ella le diría a su madre que tenía frío, que quería dormir con el chaleco rojo que padre le había traído de Francia, un país del cual hasta entonces, Elisa no sabía mucho, sólo que allí vendían chalecos rojos como el de ella.